25 años viviendo entre los muertos
-Recuperado.jpg)

¿Qué tantas historias tiene por contar una persona a la cual la rodean en gran parte de su día huesos, fosas, tumbas y flores?
Reportaje original por: Héctor García y Yisel Pito
Existen alrededor del mundo espacios sagrados y de congregación; lugares que todos alguna vez por obligación, devoción o cultura visitamos, vivenciando nuestra fe, profesando una tradición. Uno de ellos es sin duda el cementerio, un espacio donde se entierran dolores, crecen recuerdos y florecen historias. Ubicado hacia el occidente de nuestra ciudad blanca, el Cementerio Central es uno de lo más icónicos e históricos de Popayán.
En el siglo XVIII, las iglesias de la Nueva Granada eran utilizadas como campos santos; es por esto que La Ermita de Popayán es reconocida desde esa época con el nombre popular de “el panteón de los pobres”. Hasta el año de 1846 que fue construido el Cementerio Central, los feligreses católicos de la ciudad no tenían un lugar específico como última morada y este terreno se convirtió en la forma de dar cristiana sepultura a todos los seres amados.
Sus extensos jardines siempre verdes, las rosas de colores que rodean cada camino y los muros lapidarios que por mucho rebasan la altura de una persona promedio, aún se conservan intactos hasta nuestros días. Indudablemente cada tumba alberga historias desconocidas, pero nuestra atención se enfoca en todo lo que pueden contar aquellos que están vivos en este hogar de muertos, en la rutina de los enterradores o sepultureros.
No se trata de simplemente de cavar, cremar o de arreglar lápidas. Este oficio tan necesario, vela por el cuidado y conservación de estos espacios y de los que ahí permanecen, con un amor, un respeto y un compromiso admirables, reprimiendo muchas veces sus emociones.
Con un tono de total seguridad, como si supiera precisamente de que se trataba e interrumpiendo sus labores nos da la bienvenida Óscar Ortega. Su rostro refleja el cansancio de un trabajo arduo que realiza bajo el sol y la lluvia desde hace más de 25 años en el Cementerio Central; un oficio que desempeña orgulloso sin importar los prejuicios sociales que éste despierta a su alrededor.
“Ser sepulturero es toda una historia, un aprendizaje, un misterio, una herencia y un legado”, expresa este ‘patojo’ de 57 años de edad, quien manifiesta además tener sangre fría gracias a la dureza su quehacer.
Las preguntas son de temas diversos porque su experiencia alcanza hasta los detalles más pequeños de lo que aquí sucede y aunque pocas veces se entremezcla con la sensibilidad humana cuando indagamos sobre la tristeza o compasión por las personas que sufren la muerte, nuestro personaje recuerda que en dos ocasiones su duro corazón se puso a prueba.
La primera fue cuando murieron tres bomberos a causa de un accidente, “…fue un funeral masivo, bonito y muy conmovedor”. Y la segunda cuando un señor con tres hijos se presentó buscando ayuda para darle sepultura a su esposa, quién había fallecido en el Hospital San José; el hombre no conocía a nadie, no tenían dinero y llevaba a sus dos hijos pequeños consigo, fue algo muy conmovedor, “cualquiera no aguanta esa situación”, comentó.
Por lo general, trata de mantener distancia de los acontecimientos laborales pero en esa ocasión no pudo evadir su sentir solidario y gracias a los funcionarios del cementerio, brindaron un espacio para darle sepultura digna a la mujer de ese campesino que pudo regresar a su vereda y vivir su dolor en paz.
Mientras estamos vivos los caminos que cada uno toma pueden ser distintos, pero todos pasamos por las mismas etapas al momento de morir. La muerte comienza cuando el corazón deja de latir y las células no reciben oxígeno, el cuerpo dura aproximadamente 12 horas fresco y se tarda 20 horas más para enfriarse por completo, es ahí cuando comienza a encogerse. En este proceso el dolor ya no hace parte de la experiencia porque la sangre ya no corre por las venas, el cuerpo simplemente ya no siente; para los que quedan sin embargo ver partir a otro duele. Estas son las despedidas que Óscar ha visto una y otra vez, mientras hace su trabajo.
Para algunos existe un proceso más doloroso aún y es cuándo se sacan los restos mortales de familiares y amigos. Pasan alrededor de 5 años para hacer la exhumación, pero usualmente es un proceso intenso en el que hay que vivir el duelo por segunda vez.
“Uno en esos momentos no piensa en nada. Yo lo único que hago es concentrarme en lo que tengo que hacer, en este trabajo uno no puede ponerse con condolencias ni mucho menos; aunque una vez sí tuve que enterrar a una persona muy allegada, fue algo muy triste, una sensación que no quiero repetir”, comenta nuestro amigo mientras caminamos con él entre lápidas y esculturas de yeso.
Al final de nuestro paso por este campo sagrado, de rituales y silencios, concluimos que nos falta preparación para aceptar la muerte. Y es que como nos recordó nuestro anfitrión, vivimos tan aferrados a este plano terrenal que deseamos que nuestros familiares, amigos y aún nosotros mismos pudiéramos ser inmortales, pero es imposible.
Óscar se despide de nosotros en la puerta principal de hierro con una frase que nos permite seguir en paz hasta que nos volvamos a encontrar con él y que representa la realidad del final inevitable que todos enfrentaremos: “No hay que tenerle miedo a la muerte”.