Migración, expectativas vs. realidad


Salir del país de origen es el sueño de muchos, pero adaptarse a la vida como extranjero puede llegar a ser un reto que transforme las expectativas
Por: Laura Berzins
Como seres humanos, generalmente vivimos llenos de expectativas pensando que la vida en otros países es más fácil y llena de oportunidades y que el mercado es mejor que el de nuestro propio país por muchas razones.
Muchos se embarcan en esa odisea de encontrar un nuevo hogar para darle mejores oportunidades de vida a sus hijos o permitirse crecer como profesional cursando una nueva carrera o una maestría. Otros, escapan al extranjero en busca de un refugio permanente, pero se sorprenden al descubrir que la realidad no es como la soñaron.
Sin embargo, mientras se empacan las cosas en las maletas, no nos damos cuenta del cambio y el efecto que nos produce dejar nuestra zona de confort, aquella donde nos sentimos confiados y seguros de lo que conocemos.
En esta historia existen tres grupos. El primero, los que salen, buscan y prueban, son los que van de país en país en busca de su sentido de pertenencia y no lo encuentran, porque esperan que el lugar al que llegan sea el que se adapte a ellos y no al revés. Quizás algún día terminan por adaptarse al nuevo territorio o tal vez regresen a su nación.
Luego, está el segundo grupo, aquellos que por suerte lo consiguen en el primer viaje. Una vez que aterrizan en tierra extranjera, esperan recibir un sello de inmigración en el pasaporte para salir del aeropuerto. Son los que mágicamente escuchan el dialecto ajeno, el del nativo y logran sorprendente, e inexplicablemente, adaptarse a su cultura, a sus tradiciones, a su gastronomía, a sus reglas y a sus leyes, a todo en sí y les va de maravilla.
Y finalmente está el tercer grupo y en éste me incluyo, somos aquellas personas que necesitamos dos o hasta más viajes en avión para descubrir nuestra nueva identidad de pertenencia.
Mi primer destino en el 2012 fue Madrid, llegué al Aeropuerto Internacional de Barajas. Soy latina y crecí en un país hermoso lleno de tantas bellezas, riquezas, y oportunidades. Todos solíamos ser ‘hermanos’, la cordialidad, el “buen provecho” siempre estaba en la mesa y el “Dios te Bendiga” cuando salías de la casa te protegía de cualquier maldad en el mundo.
Venezolana con ascendencia europea de sangre española, quise probar suerte en territorio materno para ampliar mi educación y adquirir esa cultura que siempre me contaban mis abuelos. Como inmigrante empecé a recibir los primeros síntomas del Síndrome de Ulises. ¿Has oído hablar de él? Tristeza, culpabilidad, llano, tensión y nerviosismo.
Por suerte conocí a gente increíble y de cálido corazón que estaba pasando por la misma situación que yo. Juntos logramos superar esa etapa de una manera u otra y nos adaptamos más fácil en ese país que no era el nuestro.
Ahí fue cuando me convertí en una expatriada, pero con el paso del tiempo no fue lo único. Hablábamos el mismo idioma, pero aun así me seguía sintiendo inferior, a veces nos decían de forman peyorativa que por ser “sudacas”, no estábamos en el mismo nivel. Pero la verdad, todos esos problemas fueron parte de la falta de información y desinterés de ambas partes. A lo mejor fue parte de demostrar quien era mejor, si ellos o nosotros.
¿Qué podría hacer? ¿A dónde ir? ¿Será que regreso? ¿Será que me quedo? ¿Qué hago? Eran las interrogantes que invadían mi cabeza. Sin respuestas y sin nadie a quien recurrir, tomé una de las decisiones más arriesgadas y locas en mi vida.
Hice de nuevo mis maletas, dejando atrás esa tierra calurosa; me subí en otro avión y me embarqué rumbo al país germano que hasta el día de hoy se ha convertido en mi nuevo hogar. Muchos se preguntarían, viéndolo desde otra perspectiva, ¿quién en su santo juicio querría aprender el idioma alemán?
¡Yo! Por supuesto. Una locura, ¿verdad? El síndrome de Ulises me acompañó durante los primeros seis meses y aunque ya han pasado más de cinco años, desde que llegué y a pesar de las contradicciones existenciales que todo el mundo conoce, he podido adaptarme con facilidad a la cultura.
Aún quedan muchas diferencias que me separan de pertenecer completamente a este lugar, pero tampoco puedo decir que pertenezco a ninguna otra parte o que una nacionalidad u otra me identifican con todo el globo terráqueo.
Porque al fin de cuentas, para los españoles soy una venezolana, para los venezolanos soy española y para los alemanes soy una latina. Entonces, ahí es cuando me empiezo a preguntar, ¿quién soy? Soy solo un ser humano que vive de las expectativas y dando lo mejor de mí.