Un campamento y 60 días de paro


La convivencia se convirtió en una forma de resistencia por la defensa de la educación
Por: Diego Dorado
Ya los estudiantes habían entendido que la reducción al presupuesto de la educación pública en Colombia para el 2019, era una propuesta firme, seria y con señales de victoria en el gobierno del recién electo presidente en Colombia.
Por eso estaban ahí, al sol y al agua marchando pacíficamente ese 23 de octubre del 2018, reclamando con firmeza sobre el asfalto caliente de las calles blancas, tiñendo de color con su andar; clamando a pura voz con arengas y actitudes corajudas un presupuesto mejor para las aulas del país.
Como la noticia de la reducción al presupuesto venía dando tumbos, de puerta en puerta y de boca en boca entre el estudiantado y los ciudadanos payaneses, una idea también venía echando raíces en las cabezas de los protestantes: montar un campamento en el Parque Caldas (el parque principal de la ciudad) y materializar con un acto representativo, sublime y sin violencia, el paro nacional que ya daba sus primeros pálpitos.
Con esto, el Estado pondría sus ojos en la situación y pensaría en sentarse a negociar. Hasta el momento estaban, sí, cerca de la mesa, pero no habían tocado si quiera el respaldar del asiento para posarse en ella y dialogar.
La marcha terminó en “El Caldas”, se alistaron treinta y treinta se quedaron, armando carpas, colchonetas, linternas, libros y lo necesario para pasar una noche ahí, a la intemperie, una intemperie de protesta y frío.
Nacieron los primeros comités: vigilancia, logística y cocina; en este último terminó Cristian Tobar, estudiante de Ciencias Políticas de la Unicauca, quien nunca se imaginó terminar en esa situación, adquiriendo destrezas en los servicios culinarios y preparando alimentos para los demás.
En la mañana de ese mismo día, las plazas de mercado de la ciudad habían dado su grano de arena en apoyo al campamento que se iba a construir: maíz, papa, zanahoria, pollo, carne de res y más provisiones que terminaron en una olla, dando como resultado un súper sancocho tan variado y diverso como nuestra propia idiosincrasia. Un plato que se consumó a las cinco de la tarde para dar el primer envión de fuerza en un día histórico y largo para la educación en el Cauca y el país.
La Facultad de Artes, que queda a pocas cuadras del Parque Caldas, se convirtió en un lugar indispensable para la gastronomía estudiantil. Se cocinaba en el salón de Escultura y futuros politólogos y abogados se reunían para preparar, alimentar y cuidar a los suyos durante todas aquellas semanas que duró el campamento.
La comida terminó siendo un punto de encuentro muy importante y de consolidación grupal y entender eso fue para Tobar y sus compañeros la motivación para pasar despiertos alrededor de 15 a 20 horas por día; para hacerse responsables de los tres golpes de comida y fuerza para el resto de estudiantes.
“A través de la comida nos conocimos todos: Ciencias Agrarias, Artes, Derecho, Medicina; de todas las Facultades logramos unirnos y trabajar en equipo, nos conocimos y convertimos en una familia” - Cristian Tobar.
Llegó el anochecer en el primer día del campamento y el comité de vigilancia se echó a andar. Estuvo conformado por 15 participantes, es decir, la mitad cuidando a la otra mitad de los protestantes. Estos centinelas pasaron toda la noche cumpliendo su trabajo, con el sueño olvidado y la incertidumbre agigantada, estaban expectantes, vigilantes y envalentonados; pendientes de cualquier novedad o movimiento que pusiera en peligro el alojamiento y el descanso del grupo.
El miedo al desalojo y a las acciones de la fuerza pública eran un pensamiento recurrente, por eso, de inmediato y pensando en el bienestar propio, se crearon rutas de evacuación que llevaran a las dos facultades escogidas para el resguardo: Humanas y Artes.
La primera semana fue un reto para estos jóvenes, no dormían mientras vigilaban en la noche y en el día hacían labores de pedagogía, se subían a los buses a recoger recursos e ilustrar ciudadanos sobre los reclamos que se estaban haciendo, se recogía comida en las plazas o se organizaba mejor el campamento.
Poco a poco se empezó a naturalizar la estadía. El miedo a ser desalojados se desvanecía por pedazos y la confianza para instalarse de mejor manera crecía así como el aumento de los integrantes que llegó alrededor de 100 participantes en su máximo esplendor. Gente que se instaló con un solo motivo: defender la educación pública.
Creció tanto que nacieron “barrios”: Hotel La Catedral, Balcones de la Privatización, Privatízame ésta, y a los que iban llegando se les acomodaba en la “Invasión”, que a paso lento iba adquiriendo las destrezas y singularidades de una no tan improvisada estadía.
La lluvia no demoró en llegar, una tarde en la que sin piedad el agua caía desmedida del cielo sobre el intento material de un reclamo legítimo y pacífico del estudiantado, sepultando, al parecer con su aparición la continuidad del campamento. Desde el inicio de la tarde y hasta las 7:00 p.m. no hizo más que llover, estropeando las carpas, plásticos, enseres y la lucha del grupo. Sin embargo, como siempre sucede escampó y desde diversos rincones iban apareciendo los hospedados, bajo la briza que quedaba con el rezago de la lluvia. Cada uno volvía a armar sus carpas, a sacar el agua de los plásticos que cubrían el campamento, volvían con un entusiasmo inquebrantable de quien tiene una lucha y una meta segura en la vida.
Algunas veces en los días siguientes llovía en la madrugada y la vigilancia advertía a los que descansaban, que levantaran los brazos para mantener el techo de la carpa estable y así no dejar que el agua se acumulara en sus cabezas. Durante la adversidad del clima todos se unían a una sola voz y con el ánimo de levantar el espíritu y la cabeza gritaban: “Llueva o truene, el paro se mantiene”.
Las falsas alarmas eran pan de cada día. Más de una vez salieron corriendo con sus cobijas, colchonetas o lo que fuese que pudiera rescatarse en mano, pues alguien azuzaba un desalojo imprevisto que terminaba siendo falso. La convivencia se iba tornando difícil, dormir con diez personas en una carpa, malos olores a veces, ánimos tempestivos y diversos, iban complicando los días, pero al final todo se resolvía en la mañana al despertar con una canción que cumplía la función de despertador: “Almas rebeldes despiértense” de Che Sudaca; si no era esto lo que alivianaba lo era la “Concha Acústica”, un micrófono instalado en la mitad del Parque donde los transeúntes paraban un momento del día y se dedicaban a darles mensajes de apoyo, de aliento o de ánimo. Esto sin duda levantaba la moral de los que la habían perdido.